Con estos dos parientes me unió una gran amistad. Sobre
todo con el amigo Hernán Camico. En las largas tertulias de estudiantes,
recordando nuestra tierra, hablábamos mucho sobre el Amazonas y sus costumbres
ancestrales y muchas ya pasadas. A veces se nos unía el amigo Graciano Montes,
puesto que vivíamos cuando estudiábamos en Caracas en los años 60´s,
en la misma pensión de gallegos entre las esquinas de Cárcel a Monzón 108-4,
teléfono 412310, cercano a la Plaza La Concordia, donde Gómez metía sus presos.
Montes y Camico eran paisanos de Maroa y hablaban el “mimo catellano” que
carece de eses. Muchas veces, como ésta, yo era un simple oyente.
- Amigo, ¿te recuerdas cuando tú tumbabas a las mujeres en Maroa para hacerle el amor, según nuestra costumbre antigua? – comenzaba Montes a interrogarlo.
- ¡Amigo! ¿Cómo lo supiste?
porque eso es de cuando yo estaba joven – le contestaba Hernán, quien comenzó
sus estudios de telegrafista ya tarde, como a los 30 años.
- ¡Claro que lo sé! Porque en nuestro Maroa no hay nada oculto –
le decía Montes – pero quiero que tú mismo me lo cuentes.
- Si amigo. Eso es verdad.
Luciano Clarín y yo fuimos los últimos tumbadores de mujeres, porque esa
costumbre ancestral nuestra se perdió, ahora no hay quien tumbe y nosotros nos
volvimos viejos para el oficio. Además, la electricidad derrotó a la lámpara de
querosén.
- Cuéntame amigo; yo nunca
pude tumbar por lo chiquito que soy – lo animaba Montes.
- La costumbre viene desde muy
antiguo: cuando estábamos enamorados de una mujer se lo hacíamos saber
directamente, para que ella supiera a qué atenerse y supiera de nuestra “non
sanctas” intenciones. Había muchas técnicas para cazarlas. A veces las
esperábamos junto al río donde iba a bañarse y de improvisto le salíamos en el
camino. Ella comenzaba a correr, pero uno siempre corría más que ella y la
alcanzábamos, la tumbábamos al suelo y ella sin resistirse demasiado, se
entregaba a las delicias del himeneo. Era como una violación disimulada que
ella consentía con mucho gusto. Otras, el enamorado ponía una fiesta con un
tocadiscos de pila, porque no había luz eléctrica. Todos nos poníamos de
acuerdo y en cierto momento alguien le daba un manotón a la lámpara de querosén
que alumbraba la sala y todas las mujeres salían corriendo y cada pretendiente
detrás de la suya, hasta que la alcanzaba y tras una lucha disimulada, ella se
entregaba en sana paz. El problema es que Luciano (Chano) y yo nos volvimos
demasiados tumbadores y ya las muchachas del pueblo no querían caer más en
nuestras románticas trampas y tuvimos que inventar otras. Entonces yo me fui a
pescar en mi curiarita adelante y Chano invitó, no a una, sino a dos muchachas
en un bongo a motor, a visitar la comunidad de Victorino, que está río Guainía arriba.
Ellas sabían que con dos mujeres y un hombre el juego estaba trancado. Donde
estaba yo pescando Chano arrimó a saludarme:
- Amigo ¿qué hace ahí? – me
dijo como de pasada – vamos a visitar la comunidad cercana. Vente con nosotros.
Amarra tu curiara que de bajada te dejamos otra vez ahí.
- Será amigo. No he agarrado
nada para el sancocho todavía – me hacía el remolón y las muchachas se veían
las caras con una resignación silenciosa - bueno amigo: pero me traes temprano.
Así me embarqué, seguimos el viaje y en la primera playa
que vimos, ahí arrimamos y las muchachas salieron corriendo para el monte y
nosotros detrás de ellas. De ahí nos regresamos y me dejaron en mi curiara y
llegué a Maroa con pescado y feliz.
- ¡Qué suerte tuviste amigo!
Yo nunca pude tumbar ninguna porque todas corrían más duro que yo. ¿Y cuántas
tumbaste amigo? – preguntó Montes.
- No sé. Fueron varias y no
continué porque me casé y me volví viejo. Además esa costumbre tan sabia
nuestra se acabó como todas las cosas buenas de la vida. Ahora a las mujeres se
enamoran de otra manera. Nosotros pasaremos como los últimos tumbadores de un
Amazonas que pasó – finalizó el amigo Hernán.
El Ingº Graciano Montes
0 comentarios:
Publicar un comentario