“El Camajayero y Otros Viajes Imaginarios de
Miguel Guape (1996).
Navegaba
en la noche oscura el Camajayero por el estrecho caño en su frágil curiara,
compañera de múltiples viajes y aventuras, cómplice de cientos de travesías,
peligrosas unas, fáciles otras, pero todas llevadas a cabo en el fiel
cumplimiento de su trabajo.
El
Camajayero nunca habla mientras ejerce su deber, porque casi siempre trabaja
solo, salvo raras excepciones cuando se
une a otros camajayeros en una especie de asociación de acuerdo a la magnitud
del objetivo. Pero esto ocurre rara vez, porque generalmente sólo mandan a
matar o dañar a una sola persona a la vez para lo cual basta un solo
Camajayero. Si bien no habla, por el contrario piensa mucho y, sobre todo, en
sus antiguas correrías o misiones parecidas. En esos momentos su pensamiento se
fijaba en el pasado, mientras bajaba al impulso de la corriente, dando de vez
en cuando golpes ligeros de canalete, para mantener la dirección apropiada.
Instintivamente busca su pito, instrumento distintivo de su raza de
exterminadores, indios oriundos del Estado Amazonas, cuyos orígenes se pierden
en los albores del tiempo. Momentáneamente debe pitar para dar señales de
advertencia a los moradores de los sitios y también a sus víctimas de que su
fin se acerca. Es un pitido agudo y profundo que hiela la sangre y espeluca el
cuerpo:
“¡Piiii
Matí Chúpiri Jíííí!!!!”. Es el sonido que rasga la noche con su mensaje de
muerte. Enseguida los perros dejan de ladrar y comienzan a aullar
lastimeramente.
Aguas
abajo está apostado el cazador esperando las lapas en su bebedero. Ha escuchado
el pitido y se ha quedado por momentos estático y confundido. No es la primera
vez que lo oye y en esos casos ha preferido alejarse prudentemente o quedarse
en casa encerrado con su mujer y sus hijos.
“¡Piiii
Matí Chúpiri Jíííí!!!!”, volvió a sonar el silbato de la muerte, esta vez más
cerca. “Viene bajando por el caño” – pensó el cazador. “Por lo tanto debe pasar
frente a mí”.
Recordando
su vida pasada, sacó de su memoria las charlas sostenidas con otros cazadores
de su tribu en torno a los Camajayeros. Decían ellos que estos seres eran
inmortales.
“Son
almas errantes en busca de venganza” – habían dicho.
“La
víctima, tarde o temprano, siempre cae” – eran los comentarios. Se podía
deducir que su mensaje de muerte era infalible.
Nunca
antes alguien había visto uno. Pero de que existían, existían. Al parecer,
además, eran invisibles. Esta era su oportunidad de ver un Camajayero. Y el
cazador, sobreponiéndose a su miedo, decidió esperar para satisfacer su
curiosidad.
Terminado
el gesto maquinal de pitar, el Camajayero vuelve de nuevo a sus pensamientos. ¿A
quién iba a matar? No lo sabía y, en realidad, tampoco le interesaba. El
simplemente realizaba su trabajo por el cual era pagado. Siempre fue así desde
que tuvo uso de razón. Era un oficio aprendido de su padre y de su abuelo.
Conocimientos que eran transmitidos de generación en generación, según le
habían explicado. Para aprender su oficio debió someterse a un rígido sistema de
aprendizaje por parte de los ancianos de la tribu. Eran comunes los ayunos
continuos de días y más días. Retiros voluntarios a las profundidades de la
selva a meditar. Azotes y flagelaciones por parte de sus maestros. Todo esto
para templar el cuerpo y espíritu de los alumnos. Así se les acostumbraba a las
privaciones y a la vez era un examen para descubrir la vocación de los futuros
y legítimos Camajayeros.
Muchos
desertaban de estas primeras pruebas. Los que pasaban a la segunda ronda, iban
al curso de conocimientos generales sobre la selva y sus secretos. Les
mostraban las raíces, hojas y demás ingredientes con sus combinaciones y formas
de preparación, los cuales servían, o bien para alimentarse, o si no, para
matar a sus víctimas. Asimismo conocían los venenos y “picapicas” que serían
sus armas infalibles de muerte y destrucción. Los maestros eran siempre los
mismos ancianos los cuales iban soltando sus conocimientos por dosis sucesivas
y los alumnos recibiéndolos con ansias de saber más.
La
tercera y última etapa trataba de los principios e historia de los Camajayeros.
Siempre con los mismos maestros. Se les revelaba los orígenes de su hermandad
de “dañeros”, como se llamaban entre ellos. ¿Quién la había iniciado? En
realidad sus orígenes se perdían en la lejanía del pasado. Era transmisión
continua, de boca de Camajayero a oreja de Camajayero. Cada tribu tiene sus
Camajayeros y Chupadores (especie de curanderos anti-Camajayero). “Somos
inmortales y si morimos es por el daño echado por un Camajayero. Por una
venganza que alguien fraguó y pagó. Entonces nos alquilan para la contra
venganza. Y así continuamos prestando nuestros servicios. Somos una especie de
nivelador social, pues nadie se atreve contra alguien a sabiendas que vendrá la
venganza” – pensó. También se activó el trabajo al máximo, al parecer – según
me decían – con la llegada del “Yaránave”, como una medida de autodefensa
contra él porque esclavizaba y mataba a los indios, trabajadores forzados en la
extracción del caucho y balatá. También era el causante de la destrucción de
poblados enteros con la muerte de sus habitantes y violación de sus mujeres. Entonces
se estableció una sociedad secreta para vengar tantos agravios y sangre
derramada. No podían competir con el “Yaránave” en su propio terreno ni matarlo
con sus armas. Tampoco se podía matarlo impunemente sin sufrir las
consecuencias de las represalias, las cuales eran terribles. Por lo tanto se
debía buscar un medio más sutil, de tal forma que la muerte pareciese completamente
natural o debido a enfermedades incurables. Toda una generación se dedicó a
recopilar datos sobre venenos y otras sustancias malignas que la selva con su
flora y fauna podían proporcionar generosamente; otros viajaron hacia tierras muy
lejanas, donde vivían tribus desconocidas, en busca de conocimientos y ayuda.
La generación siguiente fue la primera de los Camajayeros, los temibles
envenenadores y dañeros de la selva, los cuales cobraron venganza sobre los
blancos de una manera indirecta, pero eficaz. Por primera vez los Camajayeros
sintieron y probaron su poder. Al fin tenían un arma y estaban decididos a
usarla para ampliar, mantener y conservar ese poder de muerte y destrucción. Se
empezó con los blancos, pero una vez que éstos tuvieron bastante, el radio de
acción alcanzó a todo el mundo. Así el Camajayero pasó a ser el portador de la
muerte de blancos, tribus enemigas y a veces de personas de tribus amigas. El
poder del Camajayero aumentó. Sí, él era verdaderamente poderoso y disfrutaba
ese de ese endemoniado poder de vida y muerte.
Había
una cuarta etapa, opcional, de grado superior, en el aprendizaje continuo y secuencial
de un Camajayero. Él, por ser joven e inexperto, no tenía aún acceso a esos
secretos. Estaban reservados a los ancianos brujos y shamanes de la tribu que
habían viajado a países muy lejanos, donde existían brujos muy poderosos, que
habían enseñado su oficio a los primeros camajayeros. A los más sobresalientes
y con ganas de aprender cada día más les estaban reservados los secretos de la
etapa final donde, convertido ya en brujo-shamán y jefe de la tribu, no era
necesario matar mediante pócimas o venenos. Mataba con su sólo poder personal y
mental. También aprendía nuevos secretos, como volverse cualquier animal,
preferiblemente tigre o pájaro, mediante conjuros y rezos, ayudado con
alucinógenos. Podía, además, ver de noche como si fuese de día. En esta etapa
superior, ya el Camajayero no era tal y sus poderosos aliados pertenecían al
mundo desconocido de la muerte. Algún día él sería uno. Ya estaba decidido.
¡Piiii
Matí Chúpiri Jíííí!!!!”, volvió a sonar en la noche oscura aquel siniestro
mensaje.
Sabía
que cualquier persona medianamente sensata se apartaría de su camino al oírlo
pitar.
“Estará
como a cincuenta metros” – pensó el cazador, al mismo tiempo que amartillaba su
escopeta estilo Makiritare. Estaba dispuesto a no huir como otras veces. Era una
de esas decisiones que se toman al instante y donde la curiosidad se impone
sobre el miedo. En otras ocasiones había oído el pitido estando en las
profundidades de la selva o al abrigo de su choza. En esta situación el
Camajayero podía estar en cualquier sitio imposible de localizar. Ahora la
situación era diferente, pues el cazador tenía emboscado al Camajayero quien
venía aguas abajo y debía pasar a pocos metros de donde él estaba. El cazador
recordó haber olido su presencia en otras ocasiones. Era un hedor
inconfundible, producto de una mezcla de ungüentos en que la manteca de tigre
era el elemento principal. De esta forma se protegía de los perros de los
caseríos o aldeas por donde pasaba. Al sentir el olor del tigre, los perros empezaban
a aullar ante la imposibilidad de hacerlo su presa. Si, era el mismo olor que
en ese momento le traía la suave brisa de la noche. Olor acre, penetrante y
rancio que algunas personas comparaban con el olor del mismísimo diablo. Aún no
podía verlo, pero sentía su presencia.
“Está
dando la última vuelta del recodo del caño” – pensó el cazador, a la vez que
preparaba su linterna de frente para enfocar en la dirección apropiada.
¿Cuál
había sido su primera misión como portador de la muerte? Recordó el ayuno antes
de emprender aquella primera misión. Fue contra un “Yaránave”. Ahora recordaba
bien. Era un capataz que maltrataba a los indios buscadores de chicle, caucho y
balatá. En la última de sus tropelías amarró a un pariente a la pata de un
árbol y lo azotó hasta hacerle perder el conocimiento. Luego lo mantuvo atado y
guindado por tres días consecutivos sin comer ni beber. Como pudo, el indio se
escapó y llegó hasta su tribu natal, la de los Camajayeros y les contó lo sucedido,
al tiempo que clamó venganza. Esa fue su primera misión y no falló. Se acercó a
la ranchería de los trabajadores al tiempo que lanzaba al aire su silbido de
muerte. Los indios supieron enseguida a quien iba dirigido ese mensaje y en
cómplice trama nada dijeron. Durante tres noches seguidas estuvo el Camajayero
espiando los movimientos del “Yaránave”, y decidió actuar al cuarto. Vio que
todas las noches, casi a la misma hora, corría a los brazos de su amante donde
duraba más o menos tres horas. Ese tiempo de descuido y abandono de su morada
lo aprovechó para introducirse en su casa y echarle su poción de veneno a la
bebida del capataz, quien a los tres días cayó enfermo víctima de intensos
dolores y convulsiones. Cuando lo sacaron de la ranchería al pueblo más
cercano, ya era cadáver y decidieron enterrarlo en la misma montaña. Había sido
un buen trabajo para ser el primero. También recordó cuando lo enviaron a
vengar una muerte que se produjo a raíz de un rapto amoroso. El hijo del
cacique de su tribu se enamoró y llevó a su morada a una chica de otra tribu.
Al poco tiempo el joven esposo murió en forma repentina. La deducción lógica
del padre fue que el muchacho había sido envenenado por alguien de la tribu de
la mujer raptada, porque los Parientes son inmortales y si sobreviene la
muerte, es porque otro la ha causado. Por lo tanto decidió tomar venganza al
estilo de los Camajayeros. A la muchacha le echaron “picapica” o “eddari”,
enfermedad que produce una terrible comezón en el cuerpo que hace que la carne
se caiga a pedazos, podrida. La joven murió. Pero había que darle un
escarmiento al jefe de la otra tribu y para eso lo encargaron a él. Dado que el
objetivo era importante y poderoso, tuvo que invitar a participar en la
expedición punitiva a otro socio Camajayero. De esta manera, si alguno moría,
el otro cargaría con la responsabilidad de desaparecer el cuerpo del muerto.
Porque nunca, nadie ha visto ni verá un Camajayero, ni vivo ni muerto. Al poco tiempo
el cacique murió, envenenado. La venganza estaba cumplida pero, ahora, con toda
seguridad, los otros se vengarían a su vez y para eso encargarían a sus
“pitadores”, como también nos llaman. Sin embargo en esta guerra niveladora,
nuestros “chupadores” ya estaban preparados. Así era la costumbre y según las
tradiciones siempre sería de esa manera hasta el final de los tiempos ¿Y cuál
sería el final? Realmente él no lo sabía ni tampoco le interesaba. De una cosa
estaba seguro y era que nadie podía morirse de muerte natural sino bajo la
influencia de un maleficio echado por un Camajayero. Ese era su credo porque
siempre había sido así. Su misión, como la que realizaba ahora, era matar y,
luego cuando estuviera viejo, enseñar a las nuevas generaciones el arte de
hacerlo sin dejar huellas, mediante su experiencia y sabiduría.
¡Piiii Matí Chúpiri Jíííí!!!!” - hirió el silencio de la noche el
Camajayero, justamente al frente del apostadero del cazador. En fracciones de
segundo, éste enfoca su linterna hacia el lugar y observa dentro del haz de luz
a una figura humana negra o pintada de tal color, la cual miraba hacia la luz, con
unos enormes ojos de asombro montada sobre una mínima curiara. Casi por reflejo
apunta su escopeta hacia esa aparición infernal y dispara. Ya sea por impacto o
por acción voluntaria de su ocupante, la curiara se vuelca de costado y es lo
último que ve el cazador antes de echar a correr por el monte, desandando el
camino por donde vino, rumbo a su casa. ¿Son inmortales o no los Camajayeros?
No lo sabría nunca, porque mañana huiría con su mujer y sus hijos, tratando de alejarse
lo más lejos posible de una venganza que trataría de alcanzarlo.
El
Camajayero sintió que un gran peso había entrado en su cuerpo. En ese momento
supo que iba a morir, después del rayo que le había caído encima. Era un tiro
de escopeta de las que utilizaban los capataces “Yaránave” para matar indios y
animales sobre lo cual también le habían hablado durante sus tiempos de
iniciación camajayérica. Penosamente se agarró a un árbol caído que estaba en
la orilla del caño.
-“Yo
no moriré, aunque mi cuerpo desaparezca. Reviviré en el alma de mis hermanos
para vengarme. El que mata un Camajayero, tendrá siete muertes y nunca podrá
escapar a la venganza.
Si
nos hieren debemos eliminar los restos de nuestro cuerpo para que no aparezca
ante la vista de los demás. Porque nunca nadie ha visto un Camajayero ni vivo
ni muerto. Mis parientes me vengarán y...es importante que no encuentren mi
cuerpo” – Pensó el Camajayero. Penosamente sacó de su cintura el cuchillo y se
lo colocó al vientre, dispuesto a abrírselo.
De
esa manera el cuerpo no flotaría y los peces darían cuenta de él más
fácilmente.
“Los Camajayeros somos inmortales” – pensó por última vez.
“Mis hermanos me vengarán y éste
no es el fin”.
Nota: Este cuento fue escrito y publicado por primera vez hace 40 años en
el Periódico “El Autana”. También se publicó en mi libro “El Camajayero y Otros
Viajes Imaginarios” (1996). El libro se puede bajar gratis por internet.
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