LOS CRÍMENES DE RIO NEGRO
LA AMISTAD DE FUNES:
Asesinato del Señor Enrique Delepiani en la noche del 8 de mayo de 1913, por
Tomás Funes y sus forajidos, en Rio Negro.
(Narración
del testigo ocular Paula Soto)
Tomado del diario EL LUCHADOR de Ciudad Bolívar
del lunes 30 de junio de 1913.
Transcripción: Miguel Guape
NOTA
DEL TRANSCRIPTOR: Los anteriores 5 artículos de la seria LOS CRÍMENES DE RIO NEGRO habían sido transcritos y publicados
hace 4 años. Se añade este último (inédito) a la serie, dado su valor
testimonial.
Tomás Funes, sin crédito en
el comercio, en años pasados estaba completamente quebrado, cuando Enrique
Delepiani, le tendió mano bondadosa, dándole un crédito de consideración, y
solo de esa manera pudo seguir trabajando. Las relaciones comerciales entre
ambos eran conocidas y se limitaban: para Funes a recibir las mercancías que
Delepiani subía anualmente al Territorio; para Delepiani, a esperar el pago de
ellas que era condición estipulada, que debía efectuarse en goma a precio de la
plaza, en San Fernando, y en los meses de abril o Mayo.
El 18 de noviembre de 1912,
llegó Delepiani, a San Fernando de Atabapo, con sus mercancías, las cuales casi
en su totalidad y en la misma forma y bultos que habían sido enfardelados en
Ciudad Bolívar, fueron entregadas a Funes, por el empleado de Delepiani Pedro
Celestino Pérez. De modo pues que a la cuenta sin saldar del año pasado, se
sumaba esta nueva cantidad, alcanzando toda la deuda alrededor de ciento
veinticinco mil bolívares, pagaderos en esta cosecha.
Delepiani estaba listo para
venirse desde principios de abril y me había varias veces manifestado, la
extrañeza que le causaba de que sus deudores de San Fernando, a pesar de los
repetidos cobros, no le habían hecho ningún abono. Pero como aún no habían
bajado las gomas del “Casiquiare”, y como él sabía que la cosecha había sido
mala, y que casi todos los negociantes de la región estaban muy mal de
situación, él tenía necesariamente que esperar, para no bajarse con las manos
vacías, y sobre todo para recoger la cuenta de Funes que era su deudor
principal.
Mientras tanto, y para no
perder el tiempo, Enrique Delepiani se ocupaba en beneficiar once reses, que él
mismo había ido a comprar a la “Isla del Tiro” casa del señor Víctor Aldana.
El 7 de mayo en la tarde, el
Coronel Manuel María González, estuvo a ver a Delepiani. Era la primera vez que
este tétrico personaje entraba en su casa, y yo pude observar, mientas
conversaban, el cuidado que tenía González en estudiar con la vista la
disposición de la casa y el patio. Este solicitaba de Delepiani, le aceptara un
vale de cien pesos, del señor Salomón Khasen, o si no, que le facilitara cien
pesos en efectivo que con urgencia necesitaba. González sabía perfectamente que
los diarios de las tres reses ya beneficiadas estaban en poder de Delepiani y
le extrañó mucho su negativa.
Tomás Funes personalmente,
algunos días atrás, había invitado a Delepiani para tumbar al Gobernador, pero
Delepiani, según lo aseguró más tarde, después de cometido el crimen, el mismo
Funes díjole, “que él seguiría pagando todos los impuestos establecidos sobre
la goma, por crecidos que fuesen” y que “era prudente de todas maneras que
tuviera paciencia y que esperaran, porque probablemente el Gobernador
modificaría sus procedimientos”. Tratando así de hacerlo desistir de sus
propósitos subversivos, sin sospechar siquiera, que estos consejos y esta
negativa fueron el único pretexto para que se dictara su muerte, y que desde
ese momento su nombre figurara ya en la lista de las víctimas con el número
tercero, inmediatamente después del Gobernador Pulido y de su Secretario.
El 8 de mayo en la mañana
bajó del “Casiquiare” el Gobernador; Jacinto Gaviní, dueño de la lancha donde
Pulido bajaba, venía con él. Delepiani se alegró mucho de este regreso porque
auguraba que pronto bajaríamos para Ciudad Bolívar, y que lo haríamos hasta
Maipure en esa misma lancha de vapor.
A las 8 de la noche, de ese
mismo día, Delepiani, tranquilo y despreocupado, estaba en la esquina del señor
Sulbarán, esperando a algunos amigos, cuando principiaron los primeros tiros,
que dieron principio a la horrible carnicería humana.
Delepiani atravesó corriendo
varios solares y regresó a su casa muy alarmado por lo que podía suceder,
diciéndome que no me asustara, pues los gritos que se oían en la calle,
aclamaban a su compadre Funes. Por completo ignoraba el plan sedicioso,
confiaba mucho en la amistad que le aparentaban, y creía en la hidalguía de los
hombres, no imaginándose jamás que su buen amigo y compadre Tomás Funes, su
protegido, lo sacrificara tan cobardemente.
Hízome cerrar las puertas y
ventanas, apagar las luces y me recomendó no la abriera a nadie. Estaba vestido
de dril blanco y calculando que se viese obligado a abandonar la casa, en el
caso que tuviese que huir, para que no se le distinguiera, quiso cambiarse esta
ropa; púsose un pantalón de color y se ató un pañuelo de seda al cuello.
Muy ansioso e intranquilo,
parecíale oir afuera, en el alar de la casa, las pisadas de algunas personas
que andaban cautelosamente, y como en ese momento notara en el patio, en una
enramada, un farol prendido, me dijo que fuera a apagarlo.
Un instante después, a mi
regreso de esta operación, vi a Delepiani, que atravesaba la sala, dirigiéndose
hacia la puerta de la calle para abrirla. Le supliqué que no lo hiciera; pero
él me dijo que era el Coronel Manuel María González, su amigo que lo llamaba de
parte de su compadre Funes. Púsose su revolver en la cintura y echado de menos
un winchester que a dos pasos tenía, bien cargado, sin siquiera ponerse el
saco, abrió la puerta y salió al dintel, para atenderle a las voces amigas que
le solicitaban. Manuel María González con voz de trueno, al verle afuera, le
grita: “Ud. está preso”, a lo que Delepiani responde sin temor alguna “que está
a su orden” y sorprendido por la actitud inesperada del que minutos antes
llamaba a su puerta, en nombre de la amistad, se deja quitar el revólver y
queda completamente desarmado en manos de sus asesinos.
“Ya saben lo que tienen que
hacer con este hombre”, le dice González a los facinerosos, que en la oscuridad
de las tinieblas se llevan a la infortunada víctima.
En seguida, a diez o quince
pasos de distancia, oí que reventaron dos tiros y el grito desgarrador de
Delepiani que me hizo creer que le habían matado. Este era el propósito, pero
los dos tiros que por detrás le hicieron, no acabaron con su vida, causándole dos
heridas que no le impidieron correr hacia el río y botarse al agua, tal vez con
el fin de sustraerse de sus perseguidores, haciéndoles creer que se había
ahogado.
Con el hombro destrozado y
chorreando sangre, pudo arrastrarse, rato después, hasta la casa de la señora Petra
Uber que quedaba próxima. Allí llamó y le acogieron con bondad, le acostaron en
un chinchorro y le dieron a beber árnica y agua que él pidió. Delepiani pudo
lavarse las heridas con árnica, y se despojó completamente de toda la ropa, la
cual estaba totalmente empapada de agua y de sangre, y se quitó un escapulario
que cargaba al cuello, que le molestaba las heridas, para que le fuese remitido
a su madre.
La señora de la casa le
prestó solícitos cuidados al pobre herido y éste le manifestó que la persona
que lo había herido por detrás, era un tal Casimiro Sarra (Avispa) y que él
creía no llegar vivo hasta el día.
Allí hubiera amanecido y
hubiera muerto tranquilo y asistido por la buena señora, si sabedor Funes de
que aún vivía no hubiese mandado a buscarlo para darle amparo y protección. Las
personas encargadas de esta fúnebre comisión fueron Wendehake, Emiliano
Manrique y un catire Borrego; los tres acompañados de un joven Martín Navarro,
que se había refugiado en una casa no lejos, y que esta misma comisión había
reclutado, allí oculto, llegaron en solicitud de Delepiani. Hubo que buscar una
vara para amarrar el chinchorro y después colocar en él al herido. Esta
operación duró cierto tiempo, mientras él se quejaba mucho del dolor y le suplicó
a Navarro le ayudase con sus manos a sujetar la cabeza, pues la herida del
hombro derecho le hacía sufrir mucho, y todavía confiado insistió con los
comisionados, para que lo llevaran a la casa de su compadre Funes.
Allí
lo llevaron, pero Funes a pesar de que Delepiani, le tendía la mano, y le
repetía que él era su amigo, que lo salvara, se hizo el de la vista gorda y
mandó a llevarle en casa de Carlos Tovar, en el cuarto de Enrique Odremán,
cuñado de Delepiani.
Mientras
este último recorría en esa noche horrible, su triste odisea, González, al
verle desaparecer de su casa de habitación, se precipitaba en ella, espada en
mano, gritando: “dónde está la mujer”, haciéndome huir despavoridamente, y con
las manos aún llenas de sangre de las primeras víctimas descerraja el baúl de
Delepiani y los míos y se apodera de todos los documentos de importancia; el
libro mayor, del reloj de oro. Y de todo el dinero que en ellos había y que
alcanzaba alrededor de trescientos pesos. Todos los documentos y constancias
relativas a la deuda de Tomás Funes, de Jacinto Gaviní y de otros comerciantes
del Territorio fueron sustraídos. El pretexto de la muerte de Delepiani había
sido su negativa de acompañarlo al levantamiento, el único móvil el robo y la
única causa la prosperidad efectiva y su independencia de carácter.
En
el cuarto de su cuñado Odremán, Enrique Delepiani pudo descansar en una hamaca;
estaba solo y temiendo que sus verdugos le persiguieran hasta allí, trancó la
puerta del lado adentro, de la mejor manera que pudo. No se había equivocado en
sus tristes predicciones: así como a la una de la noche, el gran ejecutor de
Funes, Manuel María González con otros asesinos, acudieron a ensañarse sobre su
inocente y ya casi exánime víctima. Abrieron la puerta a los culatazos y se
precipitaron en el cuarto.
Entonces
el moribundo, les suplicó por su madre, por sus hijos, por la amistad que le
ligaba a Funes, que le dejaran morir tranquilo, que le permitieran escribir,
que él sabía que no sobreviviría muchas horas a sus heridas. Todo fue inútil,
le hicieron poner de pie, y envuelto en la hamaca, la cual habían trozado al
nivel de las cabulleras, y que debía servirle de sudario, lo arrastraron,
sugetándole por las axilas, porque ya no podía caminar, hasta cerca de la zanja
que debía sepultarlo.
Avispa,
Juan Emilio Prieto, Sifontes y otros más fueron los infames ejecutores de
González, en el camino un tal Medina les gritó, “cuidado como dejan ir al
preso”, mientras González le decía: “componga el paso”.
El
preso era ya un agonizante, cuando el mismo Medina y Sifontes le dieron dos
tiros para rematarlo. Fue enterrado aún caliente envuelto en la hamaca en la
misma zanja junto con diez víctimas más, entre los cuales estaban Baldomero Benítez,
Roberto Pulido y Antonio Espinoza.
Cd. Bolívar:
24 de junio de 1913.
Paula
Soto.
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